Son las 9. Abro los ojos, que se van acomodando a la luz de la habitación, mientras mis oídos reconocen el ruido del tráfico al otro lado de la ventana. No han dejado de sonar los cláxones en toda la noche y la luz de los semáforos, que era también la de la pared, solo se ha relajado ante la sombra de los taxis. Al final, me fui meciendo en un sueño nervioso y eléctrico, como corresponde a la ciudad en la que me he despertado -Nueva York, claro- y a la edad en la que ninguna preocupación provoca insomnio. Conforme voy parpadeando, pienso que el techo del hotel es excesivamente alto, al igual que las dos camas, separadas por al menos 8 metros de distancia y una moqueta verde que ha vivido tiempos y hospedajes mejores, en este viejo -cómodo- Hotel Pennsylvania. Me remuevo entre las sábanas y veo que Adri todavía está durmiendo a mi lado.
No hay duda, son diez años antes.
La primera vez que visité Nueva York fue en abril de 2010. Era el viaje de fin de carrera y yo formaba parte del grupo de estudiantes que eligió los rascacielos al Caribe. Cuatro personas por habitación, así se decidió. Al otro lado de la moqueta, Ana y Carlos -que se terminarían casando en 2016, pero aún no lo sabían-, y en este de aquí, nosotros, que optamos por cederles unas horas de intimidad. Así fue como la primera noche, nada más aterrizar, acabamos vagando por la ciudad hasta altas horas, cuando solo quedan los gritos de los mendigos y el humo de las alcantarillas. Caminando sin rumbo, dimos con el Empire State Building y, como había mucha niebla, el portero nos invitó a subir por un precio reducido. Al conquistar la terraza del piso 102, donde estábamos a solas, las nubes se apartaron y la ciudad se rindió a nuestros ojos. Así empezó el idilio.
La gente suele creer que me invento esta historia. Seguramente esa gente nunca haya vivido en Nueva York. En Nueva York pasan cosas, y nadie sabe por qué.
La ciudad de aquel entonces es muy distinta a la ciudad que estoy viviendo ahora. Ese monstruo bramador está magullado y se ha construido una guarida silenciosa para pasar la pandemia. Las calles de Manhattan se despiertan solitarias, tiritando ante un invierno especialmente cruento. Los oficinistas con cafés de Starbucks han cedido el paso a los transeúntes con mascarilla. No hay bocinas, porque no hay atascos. Del interior de los restaurantes no emergen clientes lamentándose por la tip, sino bolsas de cartón para el delivery. He bajado al subway en hora punta y me he descubierto viajando sola en el vagón. Por más que he merodeado alrededor del Empire State -lo hago de vez en cuando-, nadie me ha vuelto a ofrecer trepar. Y eso que ya no quedan filas de turistas, ni en los rascacielos, ni en los museos, porque los visados están congelados.
La Almu de aquel entonces, que viajaba con un ESTA, también es muy distinta a la que conozco ahora y se ha colado con un F1. Tengo tanto que contarte, darling.
En 2010 ya sabía que me mi poeta favorito era Miguel Hernández -como el del receptor de estas cartas- y que nunca había leído a nadie que escribiera con la magia de García Márquez. Me gustaban los rusos y los americanos: Hemingway, Capote y Fitzgerald, pero no me había adentrado ni en Kerouac ni en Steinbeck. Tampoco había jugado con los japoneses, como Murakami y Mishima. No me imaginaba colgándome de un guiri antisistema como Orwell, ni dándole bola al francés elemental de Houellebecq. Tuvo que venir Rafa Chirbes a redescubrirme la Valencia que creía conocer. También están ellas, las guerreras feministas como Virginie Despentes, y las voces frescas del último año -he estado tan cerca de Milena Busquets, Irene Solà y Andrea Abreu-.
Por entonces, recuerdo que le pegaba fuerte al cómic americano: en la Universidad me enganché al Preacher de Garth Ennis y al Sandman de Neil Gaiman. Pero ahora sé que me desmonta la elegancia de Bastien Vivès y la vocación cronista de Paco Roca. Los paseos gastronómicos de Jiro Taniguchi y todo lo que sea contención en materia de arte. Que no se me malinterprete: me encanta bañarme en la sangre de Tarantino y en los diálogos de Aaron Sorkin, pero qué elegante es Sorrentino y qué bien me enreda Aronofsky. Solía escuchar a Sigur Ros y Radiohead, creo que eran los años de Vetusta Morla y Arcade Fire, pero según Spotify, me he vuelto una mujer de gustos sencillos y en 2020 me puse en bucle a León Benavente y a Soledad Vélez. No me interesan nada los grupitos de punk y de cumbia; lo emergente; no me interesa lo raro por raro.
¿Y qué hay de mí? Pues con los años, también he aprendido a conocerme y a perdonarme. Lo de quererme bien es una asignatura pendiente, pero ahí vamos
Han pasado diez años y he aprendido que soy fuerte. He perdido la cuenta de veces que creí que no saldría adelante, y he salido, recogiendo uno a uno mis pedazos del suelo. También tengo tendencia a eso: a hacerme pedazos. Hay quien se sorprende de que, siendo tan analítica, y viéndolas venir tan rápido, al final siempre me muevan las tripas y necesite agotar los cartuchos. Por valor y por temeridad, he vivido las mil aventuras posibles, pero también he cometido locuras imposibles, y me esfuerzo cada día por ser más feliz con lo cotidiano. Soy responsable con mi trabajo y con mi gente. A veces no he sido generosa con otras personas, sobre todo cuando el dolor me ha apretado muy fuerte, y he volado los puentes sin necesidad. Pero todos los días me propongo hacerlo un poquito mejor y tener un perfil un poquito más bajo. Amo la libertad, con toda la soledad que a veces conlleva, y desconfío de quien la abandera sin practicarla.
Pero también quiero un hogar: es mi herida. Y un abrazo de domingo, y un ronroneo en la barriga. A sabiendas de que la casa no se pide, sino que se conquista
Después de aquel viaje a Nueva York, tuve un accidente de coche, mis padres firmaron el divorcio y yo empecé a trabajar en el periódico, en una época donde el periodismo era una quimera -¿alguna vez ha dejado de serlo?-. Y aquí estoy: periodista, plumilla y cuentista. Durante muchos años, me agarré a aquella foto de dos sonrisas sobre el puente de Brooklyn, y todo lo que viví me hizo mayoritariamente feliz. Luego entendí que a veces, si sueltas, vuelas más alto. En esas estoy, en recordarme que las cosas no siempre salen como las teníamos planeadas, y que entonces solo queda recoger el pico, la pala y empezar el edificio en otra parte. Tengo alguna que otra herramienta de más, pero todavía fallo en la ejecución; qué le vamos a hacer. Sé -ahora lo sé- que esto va de gestionarnos para dar lo mejor al mundo y sacar, a su vez, lo mejor de él. Y me paseo por Greenpoint, repitiéndome que esa casa de dos plantas, con ventanas luminosas y suelos de madera, tiene que estar por alguna parte. Y si no, pues tampoco pasa nada.