Una semana se ha esfumado en el calendario de Nueva York. Ha habido tiempo de pasear por el barrio, que ahora es Williamsburg, con sus fachadas de ladrillo industriales y sus grafitis salpicados de color. En ellos se disputa la lucha racial y feminista, y alguna que otra pelea entre Bruce Lee y Hulk. Es el epicentro de la vida moderna y arty, que incluso en tiempos de pandemia mantiene el pálpito y la compostura, algo que no he sentido en el resto de la ciudad, impregnada por el temor al contagio. El viernes salí a comprar un regalo, pero terminé perdida entre las estanterías de libros de McNally Jackson, los suéteres de lana de Madewell y las botellas californianas de Bedford Wines. Siento refugio en el barrio.
Las cosas más pequeñas se han convertido en las más grandes. Hacer la colada, esta vez en la lavandería, en una silenciosa Noche de Reyes. Descubrir que los repartidores tienen un código de acceso a los edificios y que las basuras se depositan en el suelo de la calle -sin temor a las ratas, que son del tamaño de los gatos-. Ahora sé lo que es salir a pedir una cerveza y volver con 20 dólares menos en el bolsillo, tip incluida. También he aprendido a cambiar el filtro de la cafetera de goteo para conseguir una jarra de café americano que todavía siento diluido. El café diluido y la vida, confusa. He vuelto a ser una discípula de todo, entre conversaciones en inglés donde me siento insegura, y rutinas que voy afrontando con lentitud, perdonándome los errores.
Con cada paso que doy, me estoy haciendo mayor y pequeña al mismo tiempo
El miércoles, Día de Reyes, paseamos por el zoo. Luego compramos pan, burrata y mortadela en los colmados italianos del auténtico Little Italy, que es el que está en el Bronx. Allí nos alcanzaron vuestros mensajes, preocupados por el asalto al Capitolio en Washington. Una demencia política que solo incrementa mi desconfianza en este país de contrastes, donde los ricos son muy ricos y cada día hay más mendigos en el metro. Me atienden -me miran- en función de la propina que dejo y la burocracia es una sucesión de departamentos que no solucionan tus problemas, sino que justifican su existencia. Acabas acatando las normas, dejando que te agarren del pescuezo y te agiten en el aire, porque sientes que, de alguna manera, es el precio que debes pagar por vivir enNueva York. Porque NYC es más grande que tú. Y que todos.
Al contrario que la vuestra, mi preocupación estaba al otro lado del Atlántico. Cuando llegan las 6PM, dejo de recibir mensajes en el móvil y tengo mucho tiempo libre para meditar. Mis pensamientos han viajado con frecuencia a España -pues claro-, y también en relación a las nuevas restricciones por el repunte de casos de Covid-19. Más límites perimetrales y restricciones horarias, especialmente dolorosas en el sector de la hostelería, mientras que aquí prefieren el teletrabajo masivo y el cierre de locales interiores. No sé cuál es el protocolo correcto, y tampoco me corresponde a mí entrar a valorarlo. Lo que me importa es el impacto que esto tendrá en las personas que quiero y en la sociedad a la que pertenezco: me asusta la idea de que la vida, tal y como la hemos conocido, no vuelva a ser nunca igual. Una vida entre mascarillas.
¿Era esto hacerse mayor? ¿Anteponer el sacrificio a la felicidad?
¿Y si una generación criada para la libertad, como es la nuestra, pierde la esperanza en el futuro? ¿Acaso ya no podemos planear ni ilusionarnos? ¿El sacrificio y el esfuerzo son más importantes que la felicidad? ¿Tiene le felicidad algún plan para nosotros?
Y es entonces cuando creo que hacerse mayor va de aprender a decepcionarse. De ver morir ilusiones en los ojos de los demás, y a veces en los propios. Hemos nacido para cumplir sueños y ajustar otros. No me da reparo decir que no soy todo lo que soñé ser, pero cada día me esfuerzo por escucharme mejor y acercarme a lo que podría llegar a ser. Seguir, bailar. Va de eso. Entre lavadora y lavadora, mira tú lo que se me ocurre.