En días de tormenta, podemos seguir navegando hacia el horizonte, entre truenos y rayos, o barrernos hacia la orilla de la que venimos. Yo, que siempre he pecado de temeraria, con el tiempo he aprendido a valorar la prudencia -y tú sabes cuánto me cuesta practicarla-. Porque quien conoce bien el mar sabe cuándo conviene navegar y cuándo es mejor esperar hasta mañana. La orilla puede ser, simplemente, el puerto donde recalar si el barco se ha averiado, para luego emprender la aventura con más bravura. Y la orilla, perdida de vista durante mucho tiempo, nunca suele presagiar un buen desenlace. Todos necesitamos el árbol para posarnos y el ancla para atracar.
Mi orilla es València -qué orilla más bonita-. La playa de la Malvarrosa en una tarde de invierno, que es cuando de verdad se pone malva. Y no tiene nada que ver con que sea la ciudad más bella del mundo porque, sintiéndolo mucho, no lo es. Tampoco es mi lugar de nacimiento -Murcia- ni el sitio que me parte por la mitad -Madrid-. Que la orilla sea València tiene que ver con lo vivido y la luz que baña los recuerdos. Con las noches de San Juan, cuando el fuego baila el agua; con el repiqueteo de las campanas sobre las calles empedradas de Campanar; y con la vida que palpita, estruendosa, por las mañanas, en el Mercat de Russafa. Con los días del confinamiento, aquellos en los que todos agradecimos tener un refugio tan cálido, y nos orillamos un poco más.
Tiene que ver con las personas. Las personas son las anclas.
A nadie se le escapa que esta semana en Nueva York ha sido complicada para mí. Ha hecho frío, dentro y fuera de casa, y he echado de menos el calor de la orilla. El café con leche -que no es ni Late, ni Capuchino-. Las zapatillas aplastando el suelo del Río, porque los árboles de McCarren Park huelen distinto. Una cena con amor, de las de que el mundo espere, aunque ahora en València no haya restaurante que valga. Por lo menos he cogido la bicicleta y el sol, que nunca calienta como en la huerta, se ha ido colando entre los árboles desnudos de Central Park. Me he comido un bocata de lomo ibérico en el Soho y me he subido en helicóptero sobre el Hudson. Soy una cretina, lo sé, por haber pensando en comprarme el billete de vuelta. “Es lo que haría Álex, pero no lo que haría Almu”, me dijiste. Y entonces vino Kira a rematar con cuatro cosas.
“¿Desde cuándo has elegido la opción fácil? Eres así, lo fácil no va contigo. Y si tienes que estar puteada, lo estarás. Lo harás hasta que te sientas bien, porque es lo que mejor haces. Hasta que un día te canses, te levantes y te vuelvas porque Nueva York no da más de sí. Así que ya estás tardando en mover el culo y sacar a la superviviente. Te has tirado al vacío y no había red, muy bien. Pues ahora vuela, como llevas haciendo desde los 20 años”.
Por suerte existen personas que te regalan varitas, te prestan cómics y te recuerdan quién eres. Kira tocando al timbre un viernes por la tarde, “que ya vale de trabajar, que llevo toda la semana sin tomarme una cerveza”. Jorge, probablemente, jugando a la Play en casa -aunque ahora tiene a Hécate, esa bola de pelo negro-. Patty viniendo a comer después de hacerse la manicura, “porque bueno y malo, todo son aprendizajes”. Marcos apurando una birra después del pádel y Maje diciendo que solo se apunta si hay terraza. Edu que libra el lunes, cuando nadie puede quedar. Entonces Sergio avisa de que han organizado un concierto y la vida parece un poco como antes, cuando aún podíamos reír en los bares y bailar en las salas. Los amigos, las anclas y la orilla.
Nosotros corriendo alrededor de la fuente del Palau. “Venga, Álex, que cada vez corres más rápido”. “Uy, sí, es el mejor día de mi vida”. Entrando a la sala de cine. “No sé cómo te gusta la guarrada esa de chocolate con pasas… ¿Me das una?”
Nueva York ha empezado a ser un poco más Nueva York al conocer a gente. Un mes sin sentir el calor de las palabras en la sobremesa, hasta que estuve comiendo en un restaurante israelí de Brooklyn. También paseamos por las tiendas y me compré un vestido; gestos pequeños que aquí son inmensos. Visitando algunas casas, terminé en una comuna alternativa de Bushwick y, haciendo un reportaje en Little Spain -que la hay, o la hubo-, me contaron otra de esas historias de vida que acaban en Manhattan. El viernes cené con un grupo de españoles -por supuesto, en un restaurante español- y, con un vermú en la mano, Silvia vino a poner la idea sobre la mesa: “Creo que en este momento, no hacemos más que movernos, porque nos da rabia que el mundo esté parado. Los que no sabemos estar quietos nos ponemos en movimiento”.
Seguiremos lejos de la orilla por un tiempo más.