Historias coherentes y caminos a ninguna parte
22 HORAS * STRAND BOOK STORE (NYC) * DE ALMU PARA ÁLEX
“Again, you can’t connect the dots looking forward; you can only connect them looking backward. So you have to trust that the dots will somehow connect in your future. You have to trust in something — your gut, destiny, life, karma, whatever. This approach has never let me down, and it has made all the difference in my life”. (Steve Jobs, 2005)
Cada golpe de la manecilla del reloj, recordando que las horas se están agotando, es un repiqueteo en mi interior, donde palpita la misma pregunta. “¿Todo esto ha tenido algún sentido?”. Intento apartar el ruido de fondo para escuchar mi propia respuesta, porque las voces del conformismo me las conozco de sobra, siempre dispuestas a reafirmarse en el sofá. Insisto: aquí hemos venido a ser valientes. De la misma manera, dejo que se cuele la moderación en mis pensamientos, porque la soberbia se va perdiendo con los años, cuando uno acepta que no hay una vida mejor que otra. Solo maneras de vivir.
Vienen a mí las palabras de Steve Jobs durante su popular discurso en la Universidad de Stanford, con motivo de la ceremonia de graduación de 2005. El fundador de Apple explica cómo abandonó sus estudios universitarios, no sin antes asistir a unas cuantas clases que le interesaban, pero carecían de utilidad inmediata en su vida. Entre ellas, caligrafía. “Aprendí sobre los tipos de serif y san serif, sobre la variación de espacio entre las distintas combinaciones de letras, sobre lo que hace que la gran tipografía sea lo que es (…) A priori, nada de esto tenía una aplicación práctica en mi vida. Pero diez años después, cuando diseñábamos el primer ordenador Macintosh, todo aquello volvió a mí. Y todo lo diseñamos dentro del Mac. Fue el primer ordenador con una bella tipografía”, cuenta. De ahí la teoría de los puntos conectados que encabeza esta carta. Jobs habla de confiar en que, llegado el momento, volveremos la vista hacia atrás -no hacia adelante- y todo cobrará sentido.
Haya paz; todavía no cambio a los tecnólogos de Cupertino por los librepensadores de Europa. He leído demasiado para eso. Tengo en mi regazo ‘Las partículas elementales’, de Michel Houellebecq, quien tiene poco de dreamer y mucho de hombre de ciencia. Uno de los capítulos de este libro habla de las historias coherentes de Griffiths, que se introdujeron en 1984 para reunir las medidas cuánticas en narraciones verosímiles. Lo explica como sigue: “Tienes recuerdos de distintos momentos de tu vida, y esos recuerdos se presentan bajo diversos aspectos. A veces te acuerdas de un nombre, pero no serías capaz de reconocer a la persona por la calle; a veces te acuerdas de una cara, sin poder asociarle ni tan siquiera un recuerdo (…) Una historia de Griffiths se construye a partir de una serie de medidas tomadas más o menos al azar en momentos diferentes. A partir de un subconjunto de medidas se puede definir una historia, lógicamente coherente, de la que en cambio no puede afirmarse que sea verdadera; simplemente, es una historia que puede sostenerse sin contradicción”.
En resumen, si puedes reescribir la historia en la forma normalizada de Griffiths, estás ante una historia coherente. Pero yo no dejo de preguntarme -y aquí viene la paradoja-, ¿acaso los puntos conectarían si nosotros no nos empeñásemos en conectarlos? Yendo más allá, ¿otros puntos, al azar, bajo una narración diferente, trazarían otra trayectoria coherente? Los puntos que conecta Jobs me recuerdan mucho a las medidas aleatorias de Houllebecq, y solo cambia la manera de unirlos. Al final son dos hombres, en busca del relato que dé sentido a la vida humana. El partido se disputa entre el optimismo y el realismo; América juega contra Europa; ¿sabrá más el viejo, por viejo?
Pero no quiero seguir hablando de si Dios existe.
De vuelta a mi propio relato, en esta Nueva York de rascacielos desalmados y clima desapacible, que le enfría el alma hasta a los poetas, recupero todas las voces que he escuchado en menos de dos meses. “En esta ciudad, uno se siente muy solo”, es la frase más recurrente. “Vine para un mes, pero ya llevo ocho años”, otro clásico. “Uno no sabe muy bien por lo que llega, ni tampoco por lo que se queda”, las palabras más honestas. Y con una copa sobre la mesa, poderosa pócima: “La ciudad tiene algo, una energía que no encuentras en otras partes. Es una droga, adrenalina en las venas, y sientes abstinencia si te vas”. De pronto, entre todas ellas, una voz del pasado. Es la voz de mi padre, que ese día me alcanzó de pleno: “La vida no tiene sentido, el sentido tienes que dárselo tú”.
Pues papá, ya me dirás cómo. Sigo buscando, todavía, mi lugar en el mundo.
Me vuelvo a casa unos meses, a ver si recobro la perspectiva. No sé cuándo -o si- voy a volver. Cuando decidí venir a Nueva York, me sentía en un punto muerto en mi vida en València, y ese fue el principal motivo para subir al avión. Muchos pensaron que tomé la decisión por amor, y esos muchos lo seguirán pensando. El amor siempre es hacia uno mismo, y está claro que permanecer al lado de quienes queremos suele constituir un motivo poderoso, porque a la vez nos reconforta. Pero al otro lado del Atlántico, me he encontrado con que el mundo está tan detenido como en cualquier parte, pandemia mediante, y los que no sabemos vivir sin movimiento vamos a tener que aprender, mal que nos pese. Estar lejos no es sinónimo de estar en marcha. Quizá las semillas que he plantado en esta ciudad terminen por germinar; quizá sean caminos a ninguna parte.
You can’t connect the dots looking forward, just backward.
Si ahora mismo tuviera que hacer literatura de lo acontecido -escribir una historia de Griffiths-, diría que Nueva York me ha reafirmado en escribir. Es cierto que me gano la vida hablando de otros, pero me siento alineada en espacios como este, cuando todas mis células me dicen que estoy haciendo lo que quiero. ¿Significa algo? También me ha recordado que el mundo está lleno de personas distintas, y que de vez en cuando es importante salir a escuchar otras voces. Pienso mucho en los años en Madrid, que fue un camino de ida y vuelta, y sin ellos no me habría atrevido a dejar la redacción de un periódico en València. Pero eso solo lo entendí al regresar. Y en último lugar, Nueva York me ha ayudado a valorar lo que muchos llaman ‘la zona de confort’. Mi casita, oye, que cuesta mucho ganársela. Ciudad luminosa, gente bonita y vermús al sol.
De los americanos me quedo con el Stay Hungry, Stay Foolish, pero de los míos, con el resto. Siempre tengo el barco en el agua, dispuesto a navegar hacia otra aventura, pero creo que ahora es momento de remar hacia la orilla y tratar de entender qué ha pasado aquí y hacia dónde vamos. No sé dónde están las respuestas, pero procuro leer mucho por si las encuentro. El viernes todavía nevaba bastante, pero fui con Marta a visitar librerías por Manhattan y acabé comprándome un cómic en Forbidden Planet NYC. Perdida en un pasillo del sótano de Strand, de repente me sentí un poco mejor, o al menos orientada: algo me dijo que el camino de salida siempre está entre las páginas.
“La historia que eres capaz de reconstruir a partir de tus propios recuerdos es una historia coherente, que justifica el principio de narración unívoca (…) Esta hipótesis a priori te sirve para la vida real, pero no para el mundo de los sueños”. (Michel Houellebecq, 1998)